Un hombre bebé en la Casa Blanca
La frase, curiosa, ya que parte de la noción de un acuerdo unánime sobre lo que
es la normalidad, no se oye tanto en los demás países de habla hispana ni, que
yo sepa, en otras lenguas. Pero quizá haya llegado la hora de que el inglés la
incorpore a su léxico, especialmente en Estados Unidos. El ascenso de Donald
Trump a la presidencia es lo menos normal que ha ocurrido en la historia de ese
país. Quizá sea lo menos normal que haya ocurrido en una democracia, o en una
supuestamente madura democracia, en la historia de la humanidad.
Calígula llegó a la cima del poder en la antigua Roma, es
verdad; como también lo hicieron Idi Amín en Uganda, o el general Galtieri en
Argentina, o Stroessner en Paraguay. La diferencia es que Trump fue electo
comandante en jefe por voluntad libre de la ciudadanía.
Lo anormal no tiene tanto que ver con las opiniones o
políticas que Trump propone. Lo más anormal de su llegada a la Casa Blanca no
es su admiración por Vladímir “los rusos tenemos las mejores prostitutas del
mundo” Putin, o su desprecio por la OTAN y la Unión Europea, o su hostilidad
hacia China, o que se vaya a rodear en el Despacho Oval de asesores de la
derecha más rancia, o su deseo declarado de construir un muro en la frontera
con México, o de romper el acuerdo nuclear con Irán o de dinamitar el sistema
de sanidad pública de su país.
Lo más anormal es su personalidad; que el país más rico, más
poderoso y más influyente del planeta vaya a tener como presidente a un hombre
bebé, a un “man baby”, como lo definió con aterradora lucidez el humorista
político estadounidense Jon Stewart. Trump es un hombre de 70 años con el desarrollo
emocional de, bueno, quizá no de un recién nacido, pero sí de un chico
malcriado de primaria.
He seguido con interés a los presidentes de Estados Unidos
durante muchos años. Recuerdo mi desilusión cuando Richard Nixon llegó al
poder; mi sensación de ridículo cuando lo reemplazó Gerald Ford, un hombre,
como decían, “incapaz de mascar chicle y caminar en línea recta al mismo
tiempo”; mi rabia cuando el mediocre actor Ronald Reagan ganó las elecciones
dos veces; mi decepción cuando George Bush padre le tomó el relevo y mi horror
cuando Bush hijo fue reelegido, tras la invasión de Irak, en 2004.
Pero la elección de Donald Trump es de otro orden. Ford,
Reagan, los Bush e incluso Nixon, hasta su caída, eran personajes que, por lo
menos en público, se comportaban con la seriedad y la dignidad que el cargo
exige. Estaba en desacuerdo con ellos en casi todo, me ponía de mal humor
cuando les veía en televisión, pero no sentía que eran personas
fundamentalmente frívolas o inmaduras; nunca me asustaba que tuvieran el dedo
en el botón nuclear.
Ahora, como escribía esta semana el columnista más
conservador de The New York Times, David Brooks, los estadounidenses han
elegido como presidente a “un rey bufón”. Yo iría más lejos. Trump es un
enfermo. Viendo sus mensajitos en Twitter y oyendo sus declaraciones no solo en
el cínico frenesí de la campaña electoral sino que, desde que venció a Hillary
Clinton en noviembre, la única conclusión posible es que ofrece un caso clásico
de trastorno de personalidad narcisista.
Es un llorón con un ego gigante y frágil a la vez, como un
enorme huevo de porcelana. La virtud adulta de la empatía es ajena a sus
funciones cerebrales. Como su tuitorrea crónica indica, tiene una necesidad tan
desesperada como infantil de ser siempre el centro de atención. El criterio de
Trump, el trol en jefe, para juzgar a la gente se reduce a si hablan bien o mal
de él; ergo, Meryl Streep es “una actriz sobrevalorada”, Hillary Clinton merece
ir a la cárcel y Putin es un gran líder, muy superior a Barack Obama.
La presidencia de Trump será Donald en el país de las
maravillas. Como la Alicia de Lewis Carroll, hemos pasado al otro lado del
espejo y entrado en otra dimensión. Solo que Trump no interpretará el papel de
la sensata Alicia sino el del Sombrerero Loco; solo que no, no será el
presidente de Estados Unidos en un delirante cuento de ficción, sino que lo
será de verdad. Aún cuesta creerlo pero, en pocas horas, Donald Trump será el
presidente de Estados Unidos en el mundo normal.
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