La cuarentena que salvó a un pueblo
Madrid.-Si
eres de los que se tira de los pelos tras una semana encerrado en casa por el
coronavirus, si no dejas de pasear por las habitaciones, desesperado, sin
saber qué hacer, soñando con el día que puedas salir a la calle, quizá esta
historia te interese. Ocurrió en Eyam, un pequeño pueblo del condado de
Derbyshire, en Inglaterra, en 1666, donde todos sus vecinos, de manera
voluntaria y sin imposición de ningún Gobierno, decidieron encerrarse durante
más de un año para no propagar la epidemia más devastadora de la historia en
su país: la peste negra. Una cuarentena autoimpuesta que se convirtió en un acto
heroico sin precedentes.
En primer lugar,
porque consiguieron aguantar 14 meses, soportando la mayoría de ellos los
síntomas de aquel virus que había acabado con la mitad de la población de
Europa. Véase: inflamaciones dolorosas debajo del brazo, el cuello o la ingle,
moretones negros debajo de la piel y, sobre todo, fiebre, vómitos y espasmos.
Síntomas aterradores que solían llevar a la muerte y que se propagaban a una
ferocidad increíble. Y en segundo lugar, y más sorprendente aún, porque los
350 vecinos de Eyam decidieron encerrarse no para salvarse a sí mismos, sino
para no contagiar a las poblaciones de los pueblos cercanos. Gracias a ello,
salvaron la vida a decenas de miles de personas de ciudades como, por ejemplo,
Sheffield y Manchester.
Esta cuarentena se enmarca
dentro de la tercera epidemia de peste que azotó al mundo. La primera afectó
al Imperio Bizantino en el siglo VI y mató a unos 50 millones de personas
(25% de su población). La segunda barrió Asia occidental, Oriente Medio, el
norte de África y Europa entre 1346 y 1353, causando pérdidas de población
catastróficas y generalizadas, tanto en las zonas rurales como en ciudades pequeñas
y grandes. Fue la más mortal y terrible de todas cuantas ha sufrido la
humanidad, acabando con la vida de más de 100 millones de personas, más
de la mitad de los europeos.
La “Gran peste de
Londres”
La tercera, la que
nos ocupa, tuvo lugar en diferentes brotes desde finales del siglo XVI hasta
mediados del siglo XVIII y perjudicó a diferentes ciudades del viejo continente,
tales como Tenerife, Milán, Sevilla, Viena, Marsella, Bucarest y Londres. Esta
última fue la que le tocó sufrir al pequeño pueblo de Eyam, que tuvo lugar
entre 1665 y 1666 y mató a 68.595 londinenses, según la cifra oficial. Se
cree, sin embargo, que el número real de fallecidos llegó a 100.000, puesto
que la mayoría de los cadáveres de los barrios más pobres, donde más víctimas
había, eran simplemente arrojados a fosas comunes. Se lanzaban allí sin dejar
constancia en ningún registro.
Debido al comercio
terrestre y los desplazamientos de los ciudadanos más pudientes, que huían de
la capital en cuanto podían —el Rey Carlos II y su corte, por ejemplo, se
refugió en Oxford hasta que todo pasara—, la peste negra se propagó a otras zonas
de Inglaterra. A Eyam, 260 kilómetros al norte, llegó en septiembre de 1665.
El responsable fue George Viccars, asistente del sastre del pueblo, Alexander
Hadfield, que había viajado a la Londres para comprar las mantas y las telas
que su jefe necesitaba para confeccionar las prendas que le habían encargado.
A Viccars ya le
habrían llegado noticias de que en la metrópoli había aparecido una
enfermedad que producía fiebre, vómitos, espasmos y fuertes inflamaciones, la
cual había causado miles de muertos hasta ese momento. También habría oído
hablar de las teorías de su origen, que muchos asociaban a un castigo divino
por los pecados del mundo. O habría visto a algún rico comerciante portar
hierbas, especias o flores de olor dulce, convencido de que repelían la
epidemia. También se habría cruzado con muchos más vecinos de lo habitual
fumando sin parar, creyendo que así ahuyentaban el mal. Y si no, lo que seguro
no pudo evitar es cruzarse con un montón de casas marcadas con una cruz
blanca y un vigilante en su puerta, indicando que dentro había infectados
obligados a guardar cuarentena.
El virus en una tela
Lo que nunca se
imaginó Viccars es que, al regresar a Eyam y desplegar el fardo en el taller
de Hadfield, las telas húmedas que traía estaban plagadas de pulgas que
portaban el mortal virus de la peste. Era imposible que lo supiera entonces,
pero con aquel fatal descuido iba a provocar que su pequeño pueblo se
convirtiera en uno de los más importantes de la historia de Inglaterra. El
sacrificio que sus 350 vecinos decidieron hacer a continuación tuvo consecuencias
decisivas y de largo alcance para el desarrollo del tratamiento contra la
peste, así como para la forma de actuar ante la propagación de cualquier
enfermedad infecciosa.
Viccars murió menos
de una semana después. Su entierro quedó registrado en la iglesia local el 7
de septiembre de 1665. Se convirtió en la primera víctima de la peste negra de
la aldea, pero lo peor estaba por venir. Cinco semanas después ya habían
muerto 29 vecinos suyos y, antes de llegar a diciembre, la cifra era de 42. El
pánico se apoderó de la comunidad, mientras se iban produciendo nuevas
víctimas. En mayo de 1666, sin embargo, no falleció nadie y en Eyam todos
pensaron que la epidemia había desaparecido.
Se equivocaron. El
virus mutó y se hizo más mortal. Dejó de ser una infección transmitida por las
pulgas y pasó a los pulmones.
A partir de ese
momento se volvió una enfermedad pulmonar que en verano regresó con más
fuerza y lo arrasó todo en el pueblo. Las escenas a partir de ese momento
debían parecerse mucho a las descritas por Agnolo di Tura, cronista siciliano
del siglo XIV, sobre la peste en su ciudad: «Grandes fosas se cavan para la
multitud de muertos y los cientos que mueren cada noche. Los cuerpos se
arrojan en estas tumbas masivas y se cubren del todo. Cuando estas zanjas están
llenas, se cavan nuevas zanjas. Tantos han muerto que tienen que cavarse
nuevas fosas cada día».
Resistencia de los
vecinos
Conociendo la
tragedia de Londres, los habitantes de Eyam tomaron cartas en el asunto de una
manera mucho más radical que cualquier otro pueblo de Inglaterra o Europa.
La decisión fue impulsada por el reverendo de la localidad, Thomas Stanley.
que se percató de la necesidad de contener la enfermedad en junio de 1666, por
la sencilla razón de que aquella aldea se encontraba en medio de una
importante ruta comercial entre Sheffield y Manchester. Eso la exponía mucha
más y la convertía en un enclave potencialmente peligroso para expandir la
peste.
Stanley anunció al
pueblo que debían hacer cuarentena pero se encontró con la resistencia de los
vecinos, puesto que todavía no se había ganado su confianza en el año que
llevaba en el cargo. ¿Qué podía hacer para convencerles? Acudió al reverendo
al que había sustituido, William Mompesson, que se encontraba mucho más unido
a los feligreses, y le pidió ayuda. Se pusieron de acuerdo y convocaron a todos
en la iglesia para pedirles que, por favor, se aislaran voluntariamente en
sus casas para evitar el más mínimo contacto con sus vecinos y con los
visitantes. Que aquello era muy importante para el futuro de la comarca.
Mompesson les comunicó
a sus feligreses que, además, el conde de Devonshire, que vivía cerca de
Chatsworth, se había ofrecido a enviar alimentos y suministros si los aldeanos
aceptaban ser puestos en cuarentena. Esta comenzó el 24 de junio de 1666. El pueblo
se cerró a cal y canto para que nadie pudiera entrar o salir. Los vecinos
sabían que se enfrentaban a una muerte casi segura al no poder recibir ayuda médica
—la cual, de todas formas, no estaba en aquella época muy asegurada todavía—,
pero se consolaron con el hecho de que salvarían a decenas de miles de
ingleses si salían de su pueblo e iban a Londres o Manchester.
“Cualquier medida
parecerá exagerada”
Todavía hoy se puede
leer a la entrada de Eyam un cartel de 1666 que advierte: «Cualquier medida
que se tome antes de una pandemia parecerá exagerada. Sin embargo, cualquier
medida que se tome después de ella parecerá insuficiente». Mompesson estaba
convencido de ello y les prometió que permanecería junto a ellos hasta el final,
intentando aliviar espiritualmente su sufrimiento, aunque le costara la vida.
A continuación tomaron
una serie de medidas sanitarias inéditas hasta la época. Delimitaron el municipio
con una línea de piedras de una milla de largo que marcaba el límite de la cuarentena
y colocaron carteles para advertir a los visitantes que no entraran.
Elaboraron un plan para enterrar a todas las víctimas de la peste lo antes
posible y lo más cerca del lugar donde había muerto, no en el cementerio. Así
evitarían que la enfermedad se propagara entre los cadáveres que esperaban
sepultura. Y, por último, cerraron la iglesia para evitar la concentración de
gente y trasladaron los sermones al aire libre, con el objetivo de que pudieran
rezar con una distancia suficiente entre ellos.
«La decisión de poner
en cuarentena la aldea significó que se eliminó el contacto humano-humano,
especialmente con aquellos visitantes que llegaban al pueblo. Aquello redujo
significativamente el potencial de propagación del patógeno. Sin la restricción
de los aldeanos, mucha más gente habría sucumbido a la enfermedad,
especialmente de las aldeas vecinas. Es remarcable lo efectivo que fue el
aislamiento en este caso», contaba hace unos años el doctor Michael Sweet, especialista
en enfermedades en la Universidad de Derby, a la BBC.
Durante 14 meses
nadie entró ni salió del pueblo. Los vecinos permanecieron encerrados. De las
aldeas cercanas llegaba gente a dejar comida en la frontera de piedras a cambio
de monedas de oro sumergidas en vinagre. Los habitantes de Eyam creían que así
el metal se desinfectaría. Eso ayudó a que la peste no se propagara fuera,
puesto que nadie intentó cruzar el anillo.
Seis muertos al día
Con la llegada del
verano, la epidemia empezó a hacer estragos dentro del perímetro. Se
registraban cinco o seis muertes por día. Se conoce el caso de una mujer,
Elizabeth Hancock, que enterró a seis de sus hijos y su esposo en un mes. La
llegada del calor había hecho que las pulgas estuvieran más activas y la peste
se extendiera sin control por todo el municipio. «Mis oídos nunca han escuchado
lamentos tan lamentables. Mi nariz nunca ha olido olores tan penetrantes y
mis ojos nunca han visto espectáculos tan dantescos», escribió Mompesson en
una de sus cartas.
En los meses de
septiembre y octubre, el número de fallecidos disminuyó. El 1 de noviembre, la
peste desapareció. El cordón había funcionado en lo que respecta a la
propagación de la enfermedad fuera de Eyam, pero cuando llegó el primer inglés
del exterior, se encontró con las cifras reales: con 76 familias infectadas,
murieron 260 vecinos de 350.
Lo más importante,
sin embargo, es que las medidas de este heroico municipio hicieron cambiar en
Inglaterra los parámetros médicos, puesto que se dieron cuenta de que aquella
cuarentena forzada había limitado la propagación del virus. Tanto es así que
utilizaron sus acciones como un caso de estudio en la prevención de
enfermedades. El uso de zonas de cuarentena se usa en Inglaterra hasta hoy para
contener la propagación de enfermedades como la fiebre aftosa, mientras que
de la idea de las monedas en vinagre hizo que surgiera el hábito de
esterilizar los equipos y la ropa médica. (ABC)
Comentarios
Publicar un comentario